No somos la zafia rutina que vivimos día a día, ni la pobreza ni el dolor que nos rodea. Somos el recuerdo de nuestros padres, la sonrisa de nuestros hijos, el generoso desprendimiento de la amistad. Las grandes historias están en la fantasía y el cine, en las épicas rapsodias, en las epopeyas que necesitamos beber para superar la miseria que se nos impone al nacer. Los pequeños detalles, los actores secundarios, la resignada sabiduría de la madurez es lo que nos toca.
Y si lo sabemos valorar, podremos reírnos del tiempo que se nos va, de las supuestas glorias que debimos alcanzar, de los ridículos placeres que nos desean vender. Tomaremos nuestro corazón niño y lo abrazaremos fuerte para celebrar la fortuna de no estar solos en un mundo tan sórdido y cruel. Sabremos que tenemos el gran privilegio de la reflexión y de mirar atrás, cuando otros, el resto, la gran mayoría, solo tiene por razón sobrevivir un segundo más. Entonces le diremos a nuestros padres “gracias”, a nuestros hijos “ven, vamos a jugar”. A ella “Si el mundo termina me basta estar a tu lado”.
No necesitamos más.
O, tal vez, una buena melodía. Y bailar. Sin orden ni concierto. Aunque el mundo reviente, para volver a empezar. I don't need to be forgiven The Who.
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