viernes, 9 de marzo de 2012

Asimov y la arrogancia del creador

Robot, painting a selfportrait de Johan Scherft.
Hace poco tuve una interesante charla. El tema, la tan mentada inteligencia artificial. Si bien se trata de un concepto tecnológico que ya existe y se aplica a diario, buena parte de su fama y atractivo para la mayoría radica en su arista más fantástica y futurista: la capacidad de generar una inteligencia que replique la naturaleza humana en toda su dimensión. Si nos detenemos a pensar en ese gusto por desarrollar máquinas automatizadas cada vez más cercanas a la imagen del ser humano, la pregunta es simple.
¿Es necesario? Porque la esencia de toda inteligencia artificial es cumplir a cabalidad el fin para la que ha sido creada. Y para ello, no es necesario que replique los rasgos humanos (salvo que se desee generar alguna empatía en un caso específico), pues está demostrado que las máquinas más funcionales no son antropomorfas. Tampoco que empiece a tener reflexiones de tipo filosóficas o morales.
Como bien me dijo mi agudo y joven interlocutor durante la conversación: “¿Para qué he de dar a una máquina la posibilidad, y con ella el riesgo, de experimentar los defectos del ser humano? Si algo define a toda máquina es su capacidad de cumplir con su función a cabalidad, justo donde el ser humano puede fallar”.
Un aspecto es perfeccionar una inteligencia artificial capaz de aprender, asimilar información y generar conocimiento para que pueda optar por la decisión más correcta, dentro de la función para la que ha sido construida. Otra, que esta empiece a cuestionar la función para la cual ha sido creada. Peor aun, que empiece a cuestionarse a sí misma, que empiece a buscar su  razón de ser.
¿Por qué? Porque es en los actos que realizamos como los seres humanos nos definimos, es a través de las decisiones que tomamos la manera en que hallamos nuestro centro y lugar en el mundo. Y cuando hacemos eso, podemos decidir bien o mal, podemos acertar o equivocarnos; podemos optar, entonces, por el bien o por el mal. La posibilidad de elegir, no dentro de un marco establecido por algoritmos que nos impidan ir más allá; sino de elegir porque sí. ¿Anhelamos que las máquinas tengan esa capacidad?

The Prodigal Son de Brian Despain.
¿Cuál sería la razón para hacerlo? Mi joven interlocutor, tras reflexionar sobre la naturaleza humana, encontró una respuesta simple y categórica: “Solo para decir que lo podíamos hacer y que lo hicimos”. La arrogancia del creador sin duda. Si nos ponemos místicos, habremos de recordar que alguna vez a alguien no le salió bien la idea y tuvo que desterrar a buena parte de sus, hasta entonces, bellas creaciones. ¿Adónde? Pues a este valle de lágrimas. Hay un bello cuento de Gustavo Adolfo Bécquer llamado La Creación, que resume la idea muy bien.

Mejor es quedarnos con la fantasía de la inteligencia artificial en el ámbito de la ciencia-ficción. Y qué mejor sino hacerlo con la serie de relatos de Yo, Robot (1950) de Isaac Asimov. Una lectura para disfrutar y, si se quiere, para reflexionar sobre el mundo que estamos creando. Por cierto, la película del 2004 dirigida por Alex Proyas y protagonizada por Will Smith tiene poco que ver con el libro.

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