domingo, 10 de febrero de 2013

Tres nombres de mujer

Tres nombres, tres recuerdos, tres momentos que me atrevo a compartir solo para no olvidar que la magia existe. 

J en el umbral. Había sido un año terrible. Al menos para mí que no sabía nada de la vida. Terrible año y aun peor forma de despedirlo: entre amigos deseosos de pasarlo bien en una fiesta. Recuerdo que toda la noche rumié mi pena en una silla hasta que J me invitó a bailar (cortesía de un amigo que la conocía). Solo bailé una vez y hasta el día de hoy no recuerdo cómo lucía J. Los meses siguientes fueron de esperanza, todo parecía mejorar, sentía el alma libre, nada grave me inquietaba. Y confieso que en todo ese tiempo nunca pensé una sola vez en J ni en aquel encuentro. 
Pero una noche, casi un año después, con el corazón rebosante, salí rumbo a una de aquellas fiestas que siempre estaban a unas cuadras de casa. Caminaba feliz y recitando un poema de Baudelaire. Llegué a la reja de la fachada y traspasé ensoñado el pequeño jardín. Podía ya ver las luces de colores y la música se dejaba oír cada vez más cerca. Crucé el umbral de la puerta con mi mente en algún lugar muy lejos de allí. Pero entonces J pronunció mi nombre. Y aun sin recordarla, sin siquiera verla, supe que era ella.

S danza para mí. Pasó el tiempo y mi corazón adolescente se negaba a morir. A S la conocí a su estilo: apareció de pronto, sin pedir permiso y deteniéndose a mirarme como si fuese el bicho más extraño con el que se hubiese topado. Pocos días después me encontraba en la fila de un cine club que ya no existe. Mi mente divagaba en un lugar muy lejos de allí, ensoñado en un jardín desde el que podía ver las luces de colores y escuchar la música que se acercaba a mí. 
De pronto, sentí que alguien tocaba mi hombro y al girar, dos personas más atrás, estaba S, que me miraba ahora recogida en sí, tras haberse estirado cuan larga era. “Hola” me dijo. “Hola”, respondí, y luego le di la espalda, compré mi boleto y me dirigí a la entrada del cine. Pero a medio camino algo me detuvo y la esperé. 
Entonces ella me dio el alcance y recuerdo haberle dicho: “Si quieres podemos ver juntos la película, pero si prefieres hacerlo sola, está bien”. Ella solo me miró. Vimos Los juncos salvajes (Les Roseaux sauvages, 1994) de André Téchiné. A la salida, S me guió dando pasitos de ballet hacia su casa. La recuerdo danzando frente a mí, en aquella larga avenida ajena a ambos y a aquella noche.

M y el cuaderno de bitácora. Pasó aun más tiempo, pero seguía siendo el de antes. Una noche, M estaba en mi habitación. Allí mis cuadernos de bitácora se apilaban uno sobre otro. Ella cogió uno, curiosa como la pequeña niña que lleva en su interior. 
Leía en silencio, pasaba las páginas con delicadeza y parecía transportada a otro lugar muy lejos de allí. A un lugar con una reja en la fachada, con un jardín, con luces de colores y música cerca; a la fila de un cine club en donde se proyectaba Los juncos salvajes de André Téchiné. De pronto levantó la mirada triste y sin decir una palabra se dirigió a la puerta. Allí me dijo: “Por favor, déjame salir”. La vi irse por la oscura vereda casi como huyendo. Regresé a mi habitación y vi el cuaderno aún abierto. Lo cerré despacio, con nostalgia, y tras varios minutos, salí detrás de ella. 
Caminé en su busca, como en las noches en que sin rumbo mi corazón me dirigía al lugar que anhelaba. Caminé sin prisa, ajeno al tiempo transcurrido, a las personas, al ruido de los autos, a que M podía estar ya muy lejos. Entonces la vi, pequeñita, sentada en la banca de un parque. Me acerqué a ella y la tomé de las manos.


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